Ninguno de ellos sabe. Ninguno sabe en realidad. Voy corriendo, ya van cinco kilómetros, y me salen las carcajadas de repente, no las puedo controlar. Me quejo, reniego, exijo y hasta me victimizo: no me importan; son valiosos, pero ninguno de ellos sabe. Todo queda en mis manos porque yo soy el único que conoce la historia: ¿triste? Para nada: tan sólo es un acto solitario. La mayoría de los placeres elaborados que obtengo, los consigo en soledad. Si hay algún otro individuo a mi alrededor, el placer sólo se trunca, no se enaltece ni mejora su forma. La compañía representa un fracaso, si se trata de la búsqueda de un placer intelectual. Aunque, bueno, hay que darles su reconocimiento -a los chiquitos; las hormigas, los niños que nunca van a madurar: han sido útiles como modelos para armar. Con tenerlos ahí parados, con verlos esforzarse tanto nomás por sobrevivir, cuando les sobran maneras para vivir. Ahí sentados, esperando lo que no va a llegar y ya tendrían que estar buscando. Se les reconoce su destello; esa diferencia tan esencial que hace que, los de acá, los elijamos. Pero nunca van a cambiar; ninguno de ellos despertará un día de ese trance; ese adormecimiento voluntario. Ninguno de ellos alcanza o huye; no corren. Ninguno entiende, por más que pose un esfuerzo; un anhelo, galletas con leche y cierra la puerta al salir. Ninguno de ellos sabe.
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Muchas veces es más seguro estar encadenado que ser libre.
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